El primer artículo de opinión (o
post, como dirían los millennials) que escribí fue, en los inicios de los años
ochenta, en un número 0 de una “perfomance”, sobre la heroína en Albacete, en
el que denunciaba la persecución de los yonkis que estaban en la cárcel y que,
los pobres, se inyectaban yeso. Esta anécdota la tenía olvidada hasta que al
iniciar la lectura de El Canijo, obra
de Fernando Mansilla (El Rancho editorial), me la ha traído a la memoria y me ha hecho revivir
aquellos años tan duros para muchos jóvenes y muchas familias, sobre todo para
la gente más excluida de la sociedad española.
El inicio del texto me tentó en
varias ocasiones a dejar de leerlo, pero tras insistir unas cuantas hojas me vi
cogido por él, de hecho casi me lo he leído de un tirón, la trama y el drama me
atraían inexorablemente. Fernando Mansilla describe el mundo de la droga en los
años ochenta en la ciudad de Sevilla, y lo hace de una manera intensa,
angustiosa, profunda, irritante, molesta, horrible, pero con un gran conocimiento
de la situación, pues como él mismo dice: el sesenta por ciento es experiencia
vivida y el cuarenta ficción. Nos conduce por las calles del centro de Sevilla
en el que pululaban las personas jóvenes que empezaron jugando con el hachís,
pasándose a la coca y la heroína, para posteriormente ser destruidos por el
SIDA.
Los personajes son tan reales,
que parecen que están a tu lado, que van a salir de las hojas del texto y te
van a dar un sablazo, darte una sirla, clavarte un puñal, o bien te vas a poner
con ellos una dosis o dos, una de coca y otra de jaco, o vas a llorar con
ellos, o le vas a dar dos mil pesetas para que puedan pasar el mono, o le vas a
dar unas cuántas hostias al pringao o al chulo del policía.
Las instituciones sociales,
políticas, judiciales, policiales, sanitarias… fallaron, por desconocimiento de
los que les vino encima sin poder preverlo, o bien hicieron lo más fácil:
reprimiendo a los drogadictos, persiguiéndolos y encarcelándolos, o dejando que
se matasen por sí mismos o por sus colegas.
La Sevilla de los ochenta fue durísima para los excluidos, para los
drogadictos que no sabían las consecuencias del consumo de esas sustancias y
que solo pensaban que lo único que merecía la pena en la vida era ponerse un
buen chute.
Los que vivimos aquellos años
conocimos situaciones parecidas en nuestros entornos, eran años de plomo, en
los que cayeron muchos jóvenes a los que conocíamos y una vez más las
instituciones no tuvieron la respuesta adecuada.
Hoy sigo reivindicando lo que
entonces ya hacía: la legalización de las drogas y una educación pública en
estas cuestiones. Pero me temo, que como entonces, vamos a seguir por el mismo
camino, pues hay muchos intereses, sobre todo económicos, en los que están
involucrados muchos agentes sociales. Parece que les es más rentable la
represión y la exclusión, el olvido de los desheredados.
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