Mi buen amigo Enrique acaba de
editar un libro de relatos (Enrique Díez Barra, De allí, de entonces), que tuvo a bien regalarnos, a Marta y a mí,
un ejemplar en mi pueblo de adopción, Molina de Aragón, en el Casino, lugar
donde solemos vernos algún día de verano desde hace ya varios años. Conocía sus
amoríos por los relatos, pero fue una gran sorpresa el que acabara editándolos
y así poder compartir con más personas sus pensamientos y sus vivencias.
Es un libro de los que se lee en
un pis-pás, su lectura es amena y rápida, pero no por ello nada sugerente, al
contrario, desde el primer momento sus recuerdos y vivencias descritas con
sencillez te convierten en un acompañante de ese viajero introspectivo, donde
los sentidos se ponen en alerta, evocando nuestros recuerdos de plantas,
tierras, animales, casas, chimeneas, personas; todo ello girando en torno a las
personas con las que se han compartido etapas de la vida. Son relatos
costumbristas, pero con una maravillosa imaginación, descriptivos e ingeniosos,
con bastante chispa en algunas ocasiones.
Personalmente me ha ayudado a
recordar mi niñez al lado de mi hermano Jesús, que nos acaba de dejar. Con él
aprendí a descubrir el mundo que nos rodeaba: la calle, los amigos, los
domingos, los juegos, el adentrarnos cada día un poco más en la ciudad donde
habitábamos; el enfrentarnos a los riesgos, a las incertidumbres, pero a la vez
disfrutar con ello, construyendo nuestra personalidad.
Enrique nos relata aspectos de la
vida, sobre todo de la niñez y la juventud. Son entrañables sus recuerdos de un
hule, sus correrías con sus amigos, las emociones de sus familiares, los
diferentes olores y colores de todo lo que le rodeaba, sus viajes a lomos de
una caballería, el interés por estudiar, en definitiva, sus raíces en lugares
donde la vida era muy dura, donde la comida escaseaba, las viviendas no tenían
casi comodidades o el trabajo era extenuante, pero había ilusiones por
progresar, salir adelante, valorando muchísimo lo poco que se tenía,
disfrutando con intensidad esos breves instantes de felicidad compartida.
Hay dos relatos que me han
emocionado extraordinariamente: Hule y
Silencios. El primero me ha
transportado a las múltiples noches con mi familia en la mesa camilla
escuchando la radio, jugando a las cartas, limpiando las lentejas o mirando
embobado como las mujeres zurcían los calcetines con un huevo de madera o se
arreglaban las medias con una pequeña máquina. Por otro lado, el de Silencios, me ha impresionado, pues cada
día lo necesito más, estoy en la búsqueda del silencio más absoluto, actitud
que me ha retrotraído a mi madre, que en sus últimos años era lo que más
deseaba.
Gran parte de los relatos se
sitúan en un pueblo muy pequeño, Balbacil, donde vivieron los abuelos del
autor, que son reconocibles en la portada del libro en una magnífica foto que nos hace viajar a aquella España rural de hace muy pocos años. A los
lectores de este libro recomiendo una visita por este lugar de la despoblada
Guadalajara, pasee por él y busque las referencias descritas en el texto, tiene
garantizado unos momentos de placer excelentes.
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