Decía
Federico García Lorca: “En todos los paseos que yo he dado por España, un poco
cansado de las catedrales, de piedras muertas, de paisajes con alma, etc.,
etc., me puse a buscar los elementos vivos, perdurables, donde no se hiela el
minuto, que viven un tembloroso presente. Entre los infinitos que existen, yo
he seguido dos: las canciones y los dulces” (Donde no se hiela el tiempo.
Escritos sobre música, Editorial Continta Me Tienes, Madrid, 2017).
Pues
yo, en este viaje desde Triacastela hasta Gonzar, durante los últimos días de
marzo de 2024, he elegido tres: paisajes, paisanaje y gastronomía.
El
paisaje jugaba entre los colores del otoño y la primavera, primando los
marrones y apareciendo los verdes mezclados con los amarillos; los cielos
preñados de nubes descargaban sus aguas, que en ciertos momentos se convertían
en copos de nieve, la tonalidad de grises, negros y blancos se fundían,
aparecían y desaparecían en pocos minutos, aunque al final la lluvia se hizo
casi constante. La viveza de la primavera se hacía presente por doquier: ríos,
arroyos y riachuelos rebosaban agua; multitud de flores (camelias, calas, iris,
magnolias, cerezos, perales, laureles…) embellecían montes, valles, huertos, calles,
plazas, puertas y ventanas. El sentido de la vista se estimulaba a cada paso,
detrás de cualquier camino, entre las ruinas de una pequeña parroquia o en las
casas humildes de esos lugares en vías de la despoblación absoluta. Olía a
tierra mojada, a humedad, el frío era una constante; echaba de menos el calor y
los aromas de Sevilla, el azahar y el jazmín, que días atrás envolvían mis
paseos diarios. El paisaje rural con su esplendor primaveral era tremendamente
extático y embriagador; el paisaje urbano de los dos municipios más habitados
que estuvimos (Sarria y Portomarín) estaban muy cuidados, se percibía una
esmerada sensibilidad por el embellecimiento de sus plazas, lo que facilitaba
un acogimiento cálido y bello.
El
paisanaje, las gentes del lugar, tanto los autóctonos como los migrantes, eran
personas sencillas, hospitalarias, con una enorme cordialidad y amabilidad. Los
rurales te miraban y seguían a sus trabajos, pero si te parabas a hablar con
ellos no dudaban en parar y compartir contigo lo que plantearas. Los urbanos
(hosteleros, camareros, comerciantes, paseantes) no les iban a la zaga en
atención y disposición, unos por intereses económicos, otros por
entretenimiento, y los más por su idiosincrasia. El pueblo gallego siempre me
ha parecido muy cercano y entrañable, al igual que los emigrantes con los que
hemos tratado, generalmente trabajadores del sector turístico.
Un
estereotipo español es que en este país se come bien allá donde vayas, lo que
no dudo y compruebo en los viajes por cualquier rincón del territorio, aunque
sobre gustos y el placer del comer y del beber hay diversidad de criterios. En
esto soy localista, es decir, pruebo los sabores y olores de lo que lo que da
el lugar en el que estoy. Esta vez hemos comido: caldo gallego, quesos (el
fresco de O Cebreiro, ¡ay!), pulpo a feira, anguilas fritas, ternera gallega y
dulces (tarta de Santiago, castañas pilongas y galletas de castaña); saboreado
sus vinos: godello y mencía (“los ribera es que no se toman por aquí, abres una
botella y al tercer día ya está mala”, decía un camarero, jajaja). La lluvia y
el frío han hecho que nos refugiáramos más tiempo que otras veces, y como el
punto logístico de pernoctar era Sarria, allí encontramos un bar-restaurante
con chimenea encendida todo el día, lugar donde nos cobijamos, hablamos,
debatimos y discutimos largas horas.
En
esta ocasión no ha habido tiempo para lectura, solo los folletos turísticos
para informarte sobre la zona, si bien una tarde estuvimos en la biblioteca
pública de Sarria echándole un ojo a los textos que había, y leyendo sobre un personaje
local, Matías López, que en 1841 marchó a Madrid, llegando a convertirse en un
gran industrial chocolatero, revertiendo parte de sus ganancias en obras sociales,
educativas y sanitarias para sus paisanos y empleados de su fábrica. La lectura
fue sustituida esta vez por dibujos a lápiz que realicé de una iglesia y una cruz
de término.
Empezamos
la ruta en Triacastela, la primera fotografía fue en la iglesia mayor (por
cierto, estaba abierta y pudimos visitarla) con su cementerio adosado, y la
última instantánea fue a la iglesia de Santa María, en Gonzar, también con su cementerio.
Iniciamos y terminamos con la muerte en los talones, menos mal que no soy supersticioso;
me quedo con la vida centenaria de un enorme castaño que había por esos caminos
lucenses.