Un debate ya clásico dentro de la
sociología es si se puede seguir hablando de lucha de clases sociales o no, e
incluso si existen las clases sociales. Mi postura personal es que sí existen y
que se sigue dando un enfrentamiento entre ellas, sobre todo impulsado desde
arriba hacia abajo. Ejemplos de ellos hay por doquier, solo hace falta una
mirada en profundidad, sin dejarse llevar por discursos ideológicos y
manipulados.
Una aproximación a ello la
podemos encontrar en el libro de Barbara Ehrenreich (2014), Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en
Estados Unidos, editado por Capitán Swing. En él nos cuenta su experiencia personal, a
través de la técnica de la observación participante, en varios empleos de los
considerados como “trabajadores no cualificados”: camarera, limpiadora o
vendedora en varios lugares de Estados Unidos, es decir trabajodores con
sueldos muy bajos, que se encuentran en una situación desesperada sin visos de
salir de ella, ya que la cultura predominante los insulta y castiga, o en
palabras de Owen Jones, los demoniza.
Barbara considera la situación de
ese colectivo como la esclavitud (asalariada) actual, que paradójicamente forma
parte de una sociedad muy próspera y rica, en la que sobreviven en las “profundidades
la clase económica más baja”. Sufren “acoso laboral” en sus puestos de trabajo
al ser exprimidos en su productividad, lo que conlleva el incremento de
enfermedades, no sólo físicas, sino también mentales, como consecuencia del
estrés al que son sometidos. “Si no sé cómo sobreviven mis compañeras de
trabajo con su salario ni qué piensan de nuestras condiciones infernales, si sé
de sus dolores de espalda, calambres y ataques de artritis” (pág. 101), “Por
supuesto nunca hablamos de la pobreza, el racismo, ni el calentamiento de la Tierra”
(pág. 107).
Se pretende que sean mano de obra
desnaturalizada y uniformemente servil; a la vez, la pobreza de este colectivo
es tal que se aproximan a la exclusión social, son casi invisibles para los
demás, “han desaparecido de la cultura en general, a fuerza de retórica y
esfuerzos intelectuales” (pág. 127), sin embargo son totalmente necesarios para
que los demás puedan seguir viviendo cómodamente.
En su experiencia personal
cuestiona que sean trabajadores “no cualificados”, ya que cada puesto de trabajo
“encierra un mundo en sí mismo, con sus propias características, jerarquías,
costumbres y cánones” (pág. 196), lo que supone una adaptación continua a las
necesidades específicas de cada trabajo.
Otros aspectos señalados por la
autora son: a) la percepción falsa de este colectivo sobre el discurso que
relaciona trabajo y salir de la pobreza, pues la mayoría de ellos no lo logra,
aun desempeñando dos trabajos; b) los salarios son demasiados bajos, los
alquileres demasiado altos; c) la productividad aumenta, los salarios no; d) el
“tabú del dinero”, no hablan de lo que ganan, tal vez sea una señal de
inferioridad innata; e) no hablan de organizarse o sindicarse, temores y miedos
a ser despedidos o cambiados a peores tareas; f) eluden el conflicto, aunque
sea en defensa propia.
Concluye que Estados
Unidos, uno de los países más ricos del mundo y que presume de ser una gran democracia,
es un lugar donde la desigualdad va en aumento, se echa en falta la
democracia en el mercado laboral y que ciertos colectivos de trabajadores se
encuentran en un estado permanente de emergencia.